No es cierto que la violencia en el país no ha cambiado. De hecho, en toda la historia contemporánea de México –digamos, de las décadas de los ochenta o noventa hasta la actualidad–, la violencia no ha hecho otra cosa que cambiar. Quizá la saturación informativa y las tecnologías de la instantaneidad, la fatiga mediática o la infatigable normalización del tema estén estropeando nuestra memoria colectiva, produciendo una suerte de caída en el presente al grado de que parece que por momentos ya no nos acordamos del largo y accidentado camino que nos trajo hasta este punto. Sea lo que sea, lo cierto es que la violencia no siempre ha sido igual e importa mucho recordarlo. No sólo por prurito histórico sino como remedio contra la fatalidad: para evitar darnos por vencidos en la posibilidad, precisamente, de cambiar las cosas.
O ahí están, asimismo, los cambios en las políticas de combate al crimen del 2006 en adelante. Primero los operativos conjuntos y la estrategia de descabezar a las organizaciones, ya fuera abatiendo o aprehendiendo a sus cabecillas. Luego la depuración, el fortalecimiento y la profesionalización de las policías estatales y municipales, así como el trabajo comunitario con poblaciones y a nivel local. Posteriormente los operativos para desmantelar la capacidad logística de las organizaciones, o la reconcentración de la política de seguridad en la Secretaría de Gobernación. Recientemente la creación de la Guardia Nacional, la entrega de la seguridad pública al Ejército y las reuniones matutinas del gabinete de seguridad. O ahí están, además, los cambios en la geografía y la intensidad regional de la violencia. En 2010, por ejemplo, los estados con las tasas de homicidios más fueron Chihuahua (185), Sinaloa (86), Durango (67) y Baja California (48). En 2015, fueron Guerrero (68), Chihuahua (43), Sinaloa (36) y Colima (31). Y para 2020, fueron Colima (95), Chihuahua (92), Guanajuato (87) y Zacatecas (76). Otro cambio muy importante tiene que ver con las escisiones y el número de las organizaciones criminales. Tradicionalmente, la disputa se concentraba entre el Cártel de Guadalajara y el del Golfo. Después, durante las décadas de 1980 y 1990 surgen el Cártel de Tijuana, el de Sinaloa y el de Juárez. Durante la primera década del siglo XXI, aparecen el Cártel de los Beltrán Leyva, los Zetas y la Familia Michoacana. Finalmente, durante la década de 2010, emergen el Cartel Jalisco Nueva Generación y los Caballeros Templarios.
Finalmente, ha cambiado la economía del crimen (desde el tipo de drogas que se trafican hasta la diversificación del narcotráfico hacia otras líneas de negocio como el secuestro, el tráfico de personas o la extorsión); ha cambiado la capacidad de corromper a las autoridades o de capturar instituciones; han cambiado los liderazgos de las organizaciones criminales y ha cambiado, también, el discurso de los gobiernos sobre el fenómeno de la criminalidad. Durante la administración de López Obrador las cosas también han cambiado mucho. Se ha impuesto un discurso a medio camino entre el redentorismo y la resignación. Se ha desplegado una estrategia al mismo tiempo agresivamente militarista e ingenuamente pacifista. Y, sobre todo, se ha promovido una política que oscila entre la conciliación y la complicidad. En suma, no se le puede escatimar al presidente que las cosas no hayan cambiado bajo su mandato. El problema, más bien, es que sus cambios no han generado mejores resultados. Al contrario. Su sexenio terminará siendo no solo el más violento, sino el que menos responsabilidad asumió para combatir la violencia. __________________ Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.
]]>Source link