Algunos defensores de López Obrador se están cansando. Pero no de defenderlo; no de tener que recurrir a falacias e incoherencias cada vez más insostenibles; tampoco de la incompetencia, el autoritarismo o la demagogia de su gobierno. Están cansados de las noticias que le son desfavorables, de los indicadores que muestran que su gestión carece de buenos resultados y de la crítica que insiste en señalarlo.
No es que estén en desacuerdo y cansados de desmentir, de corregir o replicar, hace tiempo que renunciaron a siquiera intentarlo. Tampoco es que estén cansados de endosarle descalificaciones a cualquiera que tenga opiniones distintas a las suyas (como “fascista”, “conservador”, “derechista”, “neoliberal”, “golpista”, etc.) o de tergiversar las discusiones atacando al mensajero en lugar de responder al mensaje, eso lo siguen haciendo con la misma enjundia del primer día. No, su cansancio es menos fatiga que fastidio: están cansados porque están hartos de que haya tanto periodismo, tanto información y tantas voces que no se cansen de llevarles la contraria. ¿Cuáles son las señales de ese cansancio? Una es su incapacidad de separarse del discurso presidencial, que le compren tan al costo lo que les venda López Obrador. Sea la pausa diplomática con España, el blindaje a Delfina Gómez, la grosería a los eurodiputados, el amago de vetar lo que votó su propia bancada, la épica del nuevo aeropuerto como hazaña histórica, el voto de confianza a Gertz, la embestida contra el INE por la revocación, el hostigamiento contra la prensa, el penacho de Moctezuma… No importa que el asunto en cuestión no tenga mucho sentido, que sea una burda distracción sin ninguna sustancia, que implique validar prácticas ilegales o a funcionarios corruptos. Lo que sea, como venga, lo hacen suyo. Repiten como propios los posicionamientos del presidente, o incluso tratan de darles más sustento o elaborarlos mejor cuando de plano vienen muy defectuosos, porque en el fondo ya le delegaron a López Obrador la facultad de pensar por ellos. Otro rasgo de su cansancio es que ya todo cuestionamiento les parece susceptible de ser descartado porque puede “hacerle el juego” a sus adversarios y perjudicar al presidente. Sea por revelaciones incriminatorias, verdades incómodas o reclamos justos, asumen que de un modo u otro es un ataque y se guarecen en dos refugios anti-complejidad: es una campaña y López Obrador es la víctima.
No deja de ser sintomático que, por un lado, representen a sus opositores como ubicuos y todopoderosos conspiradores de tiempo completo y, por el otro, no dejen de fustigarlos como débiles, minoritarios y derrotados. Pero cuando su manera de lidiar con la realidad es cerrar los ojos y taparse los oídos, se privan a sí mismos de la posibilidad de percatarse de esas u otras contradicciones. Quizá el aspecto más revelador de su cansancio, con todo, es un poco más discreto, aunque no por ello menos significativo. Me refiero al sentido reproche de que no se les permita disfrutar en paz de su autoengaño. Que la prensa siga, día con día, registrando que el país no marcha conforme a la fantasía de la “transformación”; que los datos objetivos reincidan en la necedad de ser lo que son y no los “otros” que tiene el presidente; que la crítica persista en hacer objeciones, en poner peros, en no tener la “generosidad” de callarse el hocico. Están cansados, en suma, no de negar lo evidente (seamos honestos: para eso tienen escuela y talento, no les requiere demasiado esfuerzo) sino de que haya quienes les recuerden que lo están haciendo; que la realidad no se va a ir a ningún lado por más que insistan en mandarla al diablo; y que su apuesta por la posverdad, aunque estén en el poder y López Obrador siga más o menos bien evaluado en las encuestas, de todos modos está condenada al fracaso. __________________ Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.
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