Dos procesos actuales, transcurriendo en simultáneo pero que avanzan en sentidos opuestos: uno es la ofensiva del “Plan B” contra el INE y la amenaza de retroceso autoritario que implica; el otro, la urgencia opositora por reconstruirse de cara a las elecciones del 2023 y, sobre todo, del 2024. La primera es una reforma impulsada unilateralmente por la coalición en el poder para desmantelar el entramado institucional que garantiza elecciones confiables; la segunda, un esfuerzo plural tanto de partidos como de múltiples personalidades y grupos sociales para articular alternativas que puedan disputar el predominio político del lopezobradorismo. Por un lado, un cambio que vulnera sustancialmente la integridad de la competencia democrática; por el otro, una apuesta basada en el supuesto de que seguirá habiendo democracia. Algo no cuadra.
En cuanto a la reforma electoral, lo que más llama la atención ya no es la hostilidad de los lopezobradoristas contra las autoridades electorales sino su falta de argumentos para tratar de disimular o racionalizar esa hostilidad. En cierto sentido, es la consumación de la vieja patraña del “fraude” en 2006, de sembrar mentiras y prejuicios contra el INE a pesar de su probada solvencia profesional, de una política de la posverdad llevada a su consecuencia lógica más extrema: no tener la necesidad de fundamentar sus posiciones en la realidad. Porque para un movimiento que ha sido tan exitoso electoralmente durante los últimos cinco años, destazar al INE no deja de ser un despropósito, al menos en la medida en que al lograr su objetivo dañará la legitimidad de su propio predominio. Si en verdad es tan fuerte como se supone, ¿acaso no estaría en su interés la existencia de una instancia autónoma que organice con eficacia los comicios y valide sus resultados con credibilidad? En la trinchera de las oposiciones destaca el contraste entre el PRI, el PAN y el PRD, que han optado no solo por revivir la idea de aliarse, sino incluso por definir anticipadamente quién determinará el método para elegir a sus abanderados (el PRI lo hará para para Estado de México y Coahuila este año, el PAN para la presidencia el próximo) y Movimiento Ciudadano, que más bien ha procurado acercarse a expertos, activistas y sociedad civil con el fin de crear una plataforma que sirva como punto de partida para elaborar su proyecto de país. Para los unos, la prioridad ha sido ir juntos y repartirse las candidaturas; para el otro, como decía Reyes Heroles, “primero el programa”. En ambos casos, sin embargo, da la impresión de que todos quieren ser más competitivos pero ninguno termina de darle el golpe a lo ocurrido en 2018, parece que preferirían hacer como si aquello solo hubiera sido un accidente o un paréntesis. Pero no, no lo fue. Entre más pronto sepan digerirlo, más pronto podrán desafiarlo. Y para eso lo más importante no es el partido, el candidato o el programa, es el electorado: conocerlo, entenderlo, representarlo. ¿A quién le están hablando las oposiciones?
Así, tenemos un gobierno cada vez más abiertamente autoritario, mal evaluado en cuanto a su gestión pero que todavía aglutina las preferencias de la mayoría; y unas oposiciones que actúan como si las condiciones para una competencia política libre y limpia no estuvieran en entredicho, al tiempo que se preocupan por todo menos por el electorado que habría de votarles. Se trata de un escenario, en resumidas cuentas, muy propicio para que la democracia mexicana haga corto circuito. A menos de que la Suprema Corte, en un acto in extremis , eche abajo el “Plan B”. __________________ Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.
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