Parecería una obviedad. Algo que no requiere reiteración o comentario alguno. Y sin embargo, en la actualidad es quizá el punto más importante que requerimos analizar y puntualizar entre todos nosotros. Pero invitaría al lector que nos favorece con su atención quincenal a una reflexión y análisis profundo del tema y explicaciones a ir más allá de la superficie evidente. Decir que la ley se debe cumplir es un tema que nos implica a todos. Lo sencillo es referirse al hecho de que las autoridades tienen la obligación de velar por el cumplimiento de todas las normas que regulan su actuar. Después de todo, conforme a los principios básicos constitucionales de legalidad y de fundamentación y motivación, las autoridades no pueden hacer sino lo que les está expresamente permitido. El problema empieza cuando a los servidores públicos de cualquier orden se les “olvidan” tales principios esenciales.
El resultado de tales omisiones no es solamente que los actos que realicen sin debidas facultades devienen ilegales, sino que además traicionan su esencia de ser quienes están primariamente obligadas a velar por el estricto cumplimiento del andamiaje Constitucional y legal. Es en el fondo una traición de origen, una adulteración de su más elemental deber de velar por los intereses de la población antes que los propios. Y por eso cada vez que una autoridad cesa de hacer lo que le corresponde genera una célula cancerígena que implica esparcir una gran contaminación social y que a la postre es el combustible básico de la impunidad. En nuestro país lamentablemente nos hemos encargado de hacer que el violar la ley no traiga consecuencias, o por lo menos no en la absoluta mayoría de los casos. La realidad es que la delincuencia se ha beneficiado de un clima en el que pueden proliferar sin enfrentar grandes obstáculos, en particular si están dispuestos a generar una convivencia económica con quienes deberían ser sus perseguidores. Y es esa fórmula perniciosa la que nos explica en gran medida el por qué en el país tenemos tales niveles de desorden, desconfianza, incertidumbre, violencia e inestabilidad. El además saber que la convivencia de autoridades y delincuencia llega al terreno electoral nos pone en un grado de riesgo de perder al país a negros intereses. Pero eso está sucediendo ante nuestros ojos. Cuando tienes a personas que saben que pueden robar, matar, extorsionar, secuestrar, violentar y en general infringir la ley porque no los van a sancionar, entonces hemos dado un paso nefasto y de no retorno sencillo, para que la sociedad se vuelva rehén de un funcionar artero y que rompe con el código de convivencia esencial que supone todo el marco normativo para la sociedad mexicana. Y aunque nos duela todo empieza con los reglamentos más esenciales, como los de tránsito y buen gobierno. En el momento en que el ciudadano considera que el pasarse un alto no es grave, lo puede hacer sin ser sancionado, o que puede hacer “obsequios” para salir del problema, nos hemos convertido en una parte esencial del problema. De esta manera debemos pasar de la reflexión somera sobre el que las autoridades no hacen su trabajo a algo de mayor calado. Evidentemente que las expresiones de funcionarios (incluyendo al presidente) que denuestan al régimen legal son tristes y descorazonadores. Aún más preocupante y despreciable saber que dichas mismas autoridades pretenden asumir un rol preponderante y superior al incluso desconocer las facultades de otros poderes, tratar de someterlos, o incitar a que no se cumplan las determinaciones de esos otros servidores públicos, mismos que actúan en ejecución de sus atribuciones y facultades. Esa es una ruta perdedora con grandes impactos adversos al tejido social e institucional. El balance Constitucional en la división de tres poderes y tres niveles de gobierno tiene como razón fundamental el evitar la concentración de imperio en pocas o en una persona, y así propiciar contrapesos y orden en la administración pública, legislativa y judicial. Atacar o descomponer dicho andamiaje es perverso y de muy nocivas consecuencias. Doblemente preocupante resulta que en tales andares de excesos, incongruencias o abusos se sorprenda a los titulares del Ejecutivo y el Judicial, y miembros del Legislativo, como hemos apreciado sucede en épocas recientes. Esas personas han violentado su recto actuar, y al hacerlo muy probablemente comenten delitos que en su momento deberán ser procesados para que paguen por sus fechorías. El equilibrio que se requiere para avanzar en la pirámide de cumplimiento legal hoy está debilitada por varias partes. Como hemos visto arriba, tanto autoridades como ciudadanos somos cómplices de una tendencia que enmarca y propicia un desapego a los niveles deseables de orden y cumplimiento. Esto debe cambiar ya porque estamos cimbrando al país. En los hechos nos estamos convirtiendo gradualmente en un sistema canibalista en que los unos nos comemos a los otros. Y en ese ejercicio, como sería lógico asumir, son las partes de la sociedad con menores recursos los que resultan más afectados y expuestos. Donde duele más el impacto de la ilegalidad, es donde se hay también el mayor daño. Una crueldad brutal, y una lesión permanente sin visión de cambio o mejora. La incongruencia en su actuar, así como ausencia de tareas de enmienda y de corrección por personas como el Presidente son de particular señalamiento y preocupante perversidad. Debemos apostarle a una ruta distinta. Y me refiero no solamente al hecho de que nos enfilemos todos a cesar el abuso que supone el que la delincuencia se apodere de nuestro quehacer diario. Y en esa caracterización de la delincuencia caben todos, desde los que se pasan los altos, hasta los que perpetran grandes robos o abusos, y evidentemente también los servidores públicos que no hacen lo que les corresponde. Pero la propuesta es que debemos aspirar a mucho más. La impunidad y la corrupción no pueden ser vistas simplemente como el hecho de que no se sancione y que se pueda robar o abusar sin consecuencias. Debemos ir más allá y darnos cuenta que en cada momento en que no se cumple la ley en todos los terrenos como son seguridad, justicia, educación, salud, trabajo, cultura, vivienda, etc., estamos lesionando el presente y el futuro de México. Porque cumplir la ley no es simplemente asegurarnos que los robos, secuestros, extorsiones, muertes, violaciones, desapariciones, etc. se abatan y desaparezcan (lo cual es ciertamente importante y absolutamente necesario), sino que también podamos llegar a un nivel de desarrollo social en que el piso sea parejo, las oportunidades amplias, la educación de calidad y homogénea, los sistemas de salud eficientes y eficaces, y en general que haya un sentido de empatía con sectores vulnerables y de equidad para el desarrollo pleno de todas las personas.
Algunos dirán que es ilusorio el planteamiento. Otros expresarán que estamos siendo ingenuos. En mi caso opino que para ser grandes hay que tener apuestas representativas. Y en este caso lo importante es que todos debemos realmente impulsar una inercia que, contrario a lo que pasa hoy en día, nos genere una condición de ser un país en que la Constitución y todos los instrumentos que de ella emanan son obedecidos y mandatan el funcionamiento integral y armónico de todo el país. Es una apuesta de congruencia, recordando que si la avalamos todos, ganamos todos. Las autoridades no pueden ser omisos o irregulares. Deben ser parte real de la solución a partir de reconocer la importancia de jamás apartarse de la máxima de cumplir la ley en todo lo que hagan. Reza el viejo refrán que el juez empieza por su casa. El presidente y todos los servidores también. Así es que, pese a quien le pese, el país solamente puede avanzar si nos convencemos de cumplir la ley en el sentido más amplio posible de dicho concepto. Todos aquellos que se atrevan a obstaculizar dicho fin con actos o aseveraciones incongruentes son en el fondo grandes enemigos del porvenir del país. Hechos son amores. La población debe ser el gran motor de un nuevo ejemplo nacional para que respiremos una cultura de legalidad plena, intolerantes ante los abusos de quien atente contra ese fin, y fulminantes para castigar en las urnas a quienes no cumplan. Así es que ya sabemos lo que está en riesgo y por qué es tan importante poner el ejemplo. Como sabemos hoy en día, no caben expresiones ajenas a tal objetivo, y menos por quienes tienen la obligación de cumplir de origen. Así es que a todos esos responsables primarios les debemos decir simple y llanamente que “la ley, sí es la ley”, y que en nuestro país nada ni nadie puede permitir salirse de tal ecuación. Quien lo haga es un infractor y posiblemente delincuente, y debe ser procesado a la brevedad posible para no permitir más ejemplos de deslealtad. Así de claro y contundente. Al que le quede el traje. Al buen entendedor pocas palabras. ____________________ Notas del editor: Juan Francisco Torres Landa es miembro del Consejo Directivo de UNE México.
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