A propósito de la crisis que atraviesa actualmente el CIDE, hay una paradoja que no deja de fascinarme: solemos suponer que se necesitan democracia y libertades para que florezca el conocimiento científico, por lo tanto, –nos decimos– los autoritarismos son su veneno, y no obstante… El CIDE se fundó en 1974, durante el sexenio de Luis Echeverría. Sucedió en parte por el impulso de un grupo de economistas que asesoraba al presidente haciéndole estudios para que tomara decisiones de política pública; ellos concibieron la posibilidad de institucionalizar su labor en un centro más o menos equivalente a lo que en Estados Unidos era el NBER (National Bureau of Economic Research). También, y por otra parte, sucedió debido al empeño de otra economista, Trinidad Martínez Tarragó, que luego de varios años de estudiar y enseñar en Escocia regresó a México –a donde había llegado de niña con sus padres, exiliados de la Guerra Civil Española– con la clara determinación de poner al día la enseñanza de la economía en su patria adoptiva. La convergencia entre ambas inquietudes quedó plasmada en el nombre de la nueva institución: Centro de Investigación y Docencia Económicas.
El contexto mexicano de aquella época resultó extrañamente propicio para ese experimento. Para enfrentar la crisis de legitimidad que estalló con el 68, Echeverría se propuso fortalecer la rectoría económica del Estado y aumentar el gasto social en educación pública, ciencia y tecnología –el Conacyt, de hecho, se creó al principio de ese mismo sexenio–. En esos años México todavía estaba lejos de ser una democracia, pero aun así se convirtió en destino de varios exilios sudamericanos que llegaron huyendo de las dictaduras militares, sobre todo, de Chile, tras el golpe que derrocó a Salvador Allende. Entre sus filas se encontraban varios funcionarios y académicos que terminaron recalando, fugaz pero felizmente, en el CIDE. En suma, hubo condiciones para que hicieran sinergia la iniciativa, los recursos y el talento, para darle viabilidad al proyecto. En la víspera de su aniversario –en 2024 el CIDE cumpliría cincuenta años– el panorama no es alentador, como lo fue en su origen, sino ominoso. Primero, porque López Obrador ha decidido instrumentalizar la legitimidad democrática de su presidencia como un arma contra cualquier voz o institución que pueda llevarle la contraria. El valor del pensamiento crítico, de la evidencia empírica o de la libertad académica no es, según su discurso, más que un pretexto detrás del cual se escudan “neoliberales” y “corruptos” para defender sus “privilegios”. Segundo, porque la actual directora del Conacyt ha desplegado una agresiva política de sometimiento ideológico y captura institucional contra los centros públicos de investigación que, en el caso del CIDE, ha implicado estrangularlo financieramente, pasar por encima de sus normas e imponer a un director no solo ajeno a la comunidad, sino cuyas negligencias y arbitrariedades le han cosechado el repudio unánime de profesores, estudiantes y trabajadores.
El entorno de polarización política que arropa semejante ofensiva no es solo mexicano, es un producto tardío e inesperado de una ola de indignación global que ha empoderado a una nueva generación de liderazgos políticos que llegan al poder por la vía democrática, pero encarnan tendencias inequívocamente autoritarias contra el pluralismo, la separación de poderes, los “nuevos derechos” ( e.g. , de las mujeres, de la diversidad sexual, de las minorías étnicas) y contra la autoridad del conocimiento científico, de los especialistas y profesores universitarios; lo mismo en Brasil con Jair Bolsonaro, en Turquía con Recep Tayyip Erdogan o en Estados Unidos con Donald Trump. Hace unos días el Democracy Institute de la Universidad Central Europea, la que tuvo que mudarse de Hungría a Austria tras el hostigamiento del que fue objeto por parte del gobierno de Viktor Orbán, publicó una carta solidarizándose con la comunidad del CIDE. Con Echeverría, en un autoritarismo del periodo de la Guerra Fría, fue posible crear una institución como el CIDE; con López Obrador, en una democracia del siglo XXI, no parece haber cabida para él. __________________ Nota del editor: Las opiniones de este artículo son responsabilidad única del autor.
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